Un cliente muy original
AmistadEn todas las épocas ha habido, y seguirán habiendo, gente extravagante. Quizás en aquella se notara más porque ahora parece ser que lo extravagante es lo normal.

Ese día, todavía no habíamos salido a buscar clientes para nuestras súper computadoras cuando se abre la puerta de las oficinas y aparecen dos personas. Uno perfectamente vestido y el otro como si viniera en ese momento de la playa, pues sólo le faltaba el salvavidas de plástico.

-¡Buenos días! -nos dijeron muy correctos- Venimos a comprar un computador.

El compañero J.C.R se adelanta a atenderlo, se presenta y le hace una pregunta totalmente lógica.

-¿Para qué lo necesita? ¿Cuál es el trabajo que ha de hacer?

-Bueno, -contesta el cliente playero- usted enséñeme los que tiene y yo elijo el que me gusta.

-¡Perdón señor -continua J.C.- pero tenemos que conocer cuál es la función que usted quiere hacer con la máquina para poder ofrecerle lo que necesita.

-¡Eso es cosa mía! Pero ya que insiste le diré que lo necesito para ver cuánto me roban los bancos. Así pues enséñeme lo que tiene , le pago y me lo llevo o me lo manda usted.

-Verá señor -le dice J.C. mientras vemos que le empieza a cambiar el color de la cara y una lánguida sonrisa se le dibuja porque no sabe si reír o llorar- el computador necesita un software (programa, app) para funcionar, así como está es solamente un hardware (ferretería) inútil.

-¡Si usted no me quiere vender la máquina me lo dice! Lo que necesite ya se lo haré yo. ¿Qué pasa que no le gusto yo? ¿Se cree que no se lo voy a pagar? ¡Pues de usted tampoco me gusta su sonrisa! ¡Adiós, muy buenas!

Y el airado cliente y su compañero salen por la puerta dejándonos a todos con un palmo de narices.

Como aclaración diré que la capacidad de aquellos ordenadores (computadores) era mínima y solo tenían útil para el programa 256 Kb. Ninguno llevaba (ni existía) ningún programa comercial. Las demostraciones se hacían con un programa que imprimía "La Gioconda" con número y letras.

Poco después llegó nuestro director que, al conocer la historia, con otro compañero se fueron al despacho (era un abogado famoso) y le firmaron una máquina.

Este abogado era cierto que había ganado varios pleitos a los bancos y cada vez que el compañero que le atendía para tomar notas y que los programadores de Madrid le hicieran el software, nos contaba una historieta. Alguna vez cuando llegaba lo invitaba a un café ¡en Madrid! ¡Y verdaderamente se iban! Otra vez nos contó que tenía un cajón en el despache con un montón de piedras preciosas.

¡Cosas de los sesenta!