El Principe Feliz
Oscar Wilde
El que no haya leido El Principe Feliz no conoce todavía lo que es un cuento. Cuando la buena literatura se junta con una mágnífica historia y un enorme corazón, sale una maravilla como este extraordinario relato.

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—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina — le rogó el Príncipe —, por favor, haz lo que te pido.

Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.

—¿Será que el público comienza a reconocerme? — se dijo — Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!. Y se le notaba muy contento.

Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas de la sentina del barco.

—¡Me voy a Egipto! — les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso.

Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.

—Vengo a decirte adiós — le dijo.


Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde
Nacimiento: Dublín, Irlanda, entonces perteneciente al Reino Unido, el 16 de octubre de 1854
Muerte: París, Francia, 30 de noviembre de 1900.

Fue un escritor, poeta y dramaturgo de origen irlandés.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina — le dijo el Príncipe —. ¿No te quedarás conmigo otra noche?.

—Ya es pleno invierno — respondió la golondrina —, y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo.

—Allá abajo en la plaza — dijo el Príncipe Feliz —, hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.

—Pasaré otra noche contigo — dijo la golondrina —, pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina — le rogó el Príncipe —, haz lo que te pido, te lo suplico.

La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.

—¡Qué bonito pedazo de vidrio! — exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.

Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.

—Ahora que estás ciego — le dijo —, voy a quedarme a tu lado para siempre.

—No, golondrinita — dijo el pobre Príncipe —. Ahora tienes que irte a Egipto.


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