Biblioteca: Historias

La justicia del rey

Un arcediano de la iglesia de Sevilla mató a un zapatero de la misma ciudad, y un hijo suyo fue a pedir justicia; condenó el juez de la Iglesia al asesino a que no dijese misa un año.

De allí a pocos días, el rey don Pedro vino a Sevilla, y el hijo del muerto se fue al rey y le dijo cómo el arcediano de Sevilla había muerto a su padre. El rey le preguntó si había pedido justicia. El le contó el caso como pasaba. El rey le dijo:

— ¿Serás tú hombre para matarle, pues no te hacen justicia? Respondió: —Sí, señor.

—Pues hazlo así—dijo el rey.

Esto era víspera de la fiesta del Corpus Christi. Y el día siguiente, yendo el arcediano en la procesión cerca del rey, dióle el mozo dos puñaladas y cayó muerto.

Prendióle la justicia, y mandó el rey que lo llevasen ante él. Y preguntóle por qué había muerto a aquel hombre.

El mozo dijo:

—Señor, porque mató a mi padre, y aunque pedí justicia, no me la hicieron.

El juez de la Iglesia, que cerca estaba, respondió que se la había hecho, y muy cumplida. El rey quiso saber la justicia que se le había hecho. El juez respondió que le había condenado que en un año no dijese misa. El rey dijo a su alcalde:

—Soltad este hombre, y yo le condeno que en un año no cosa zapatos.


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Indice


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Estamos en 1950. La guerra hace tiempo que terminó pero las últimas consecuencias de una guerra fratricida todavía llena las cárceles de España. También las de Valencia. La de San Miguel de los Reyes, la Modelo. Miles de ciudadanos se agolpan en el Interior de sus muros a la espera de sentencia. En la mayoría de los casos su única culpa ha sido militar en el bando perdedor o tener algún vecino envidioso. Algunos pronto saldrán, otros deberán cumplir algunos años de privación de su libertad, pero otros solo saldrán dentro de una caja de pino.

Y allí, en la ciudad del Turia comienza esta historia. Son historias de un barrio de manos del hilo conductor de una familia. Muchas familias tendrán también muchas cosas que contar, buenas y malas, grandes, pequeñas, y que pensamos que no deberían perderse porque forman parte de la historia. En el número 90 de esta calle (actualmente 92) vive la familia Oltra.


Pepita, a sus quince años y con cuatro años más, comprendía mucho mejor la situación que se creaba con la muerte de su padre. Desde el comedor sólo llegaba el silencio alterado, de vez en cuando, por los sollozos de Paca, la madrastra de su padre; la única abuela que había conocido por que la madre de su padre había muerto al poco tiempo de nacer este. Pero la «iaia» Paca se había comportado siempre como una verdadera madre con su padre y como una abuela muy cariñosa y buena para ella.

Pepita se levantó y fue al comedor. Su abuela la vio llegar y le abrió los brazos en los que la adolescente se refugió sintiendo cómo le acariciaba sus cabellos mientras la consolaba.

-Plora, plora xiqueta, pobreta meua. Açi tens a la iaia, al iaio, i a tots. Mai estareu a soles filla meua (2)

Un asomo de rabia la hizo abandonar los brazos de la «iaia» y dirigiéndose al balcón, lo abrió y cogiendo la toalla de cuadros rojos tendida, la arrancó de un tirón con rabia y la lanzó al suelo de la sala. Cualquiera, que no estuviera al tanto, nunca podría comprender esa reacción porque, dependiendo de donde estuviera tendida la toalla, era la señal que le indicaba a cualquier «maquis» llegado de las montañas que había peligro, o no, en subir a la casa. Ya no hacía falta, ya no podrían traerle más noticias de su padre ni esperar nada de él.

En la sala había un escritorio debajo del cual tenía su cama, que se limitaba a un colchón en el suelo. En él se refugió encogiendo su cuerpo que ya mostraba todos los encantos de su adolescencia. Allí se tumbó y soñó sin necesidad de dormir.


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