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Antes de prohibir...

Llevamos veinticinco ediciones de la Cumbre del Clima (Madrid-2019), en las que se reúnen los principales líderes mundiales y científicos entendidos en la materia, verdaderos conocedores del problema ecológico a nivel mundial. Cumbres en las que se siguen sin alcanzar los acuerdos necesarios, y los que se alcanzan no se cumplen año tras año, por la única y verdadera razón, de peso: los intereses económicos particulares y encontrados que representa llevarlos a la práctica por parte de los dirigentes políticos de todos los países industrializados afectos.

Mientras toda esta pantomima tiene lugar, en España, concretamente, llevamos esos mismos veinticinco años promocionando, por todos los medios de publicidad posibles, la venta de vehículos a motor de combustión, con preferencia al diesel, incluso con ayudas gubernamentales para su venta en campañas concretas.

Nada importó, a ninguno de los gobiernos habidos durante todo ese periodo, lo mucho que se contribuía al deterioro del medioambiente. El objetivo era otro: crear y mantener los cientos de miles de puestos de trabajo, tanto directo como indirecto, que conlleva esta industria, hoy por hoy imprescindible para el mantenimiento de la economía nacional.

Aún actualmente, y en perfecto contrasentido, las fábricas, nuestras fábricas, siguen produciendo vehículos de combustión con motores cada vez más potentes, factor este que les sirven de promoción, al tiempo que limitamos cada vez más la velocidad de nuestras carreteras, precisamente por ese mismo motivo de no contaminar, mientras que, en alguna de nuestras principales ciudades –pronto cundirá el ejemplo hacia las demás- ya se limita el tráfico a los vehículos con un límite de edad –matriculados antes del 2006-, dejando a cientos de miles de usuarios sin poder circular con sus coches “antiguos”, pero que pagan religiosamente sus impuestos y pasan cada año escrupulosamente las obligadas revisiones de ITV.

Que la sociedad está concienciada de lo que supone la tremenda contaminación de las ciudades es un hecho. Pero ni los actuales precios de los coches eléctricos son asequibles a todos los bolsillos, ni las fábricas de automóviles pueden cortar de raíz sus producciones y adecuar sus fabricaciones exclusivamente a los coches eléctricos. Por otra parte si decides comprar ahora un vehículo actualizado nadie te garantiza que el periodo de restricción actual se acorte, con lo cual puede ocurrir que dentro de ocho o diez años te encuentres en la misma situación. Lo que supongo que a más de uno se lo hará pensar antes de gastarse el dinero en un cambio.

En cualquier caso, y antes de tomar medidas tan restrictivas, convendría que alguien respondiera a varias preguntas…

¿Qué ocurre con los miles y miles de vehículos que tienen en stock las fábricas y concesionarios actualmente de gasolina y gasoil? ¿Acaso están dispuestos los fabricantes a reciclarlos y absorber la millonada en pérdidas que eso les ocasionaría? ¡Ja!

¿Cuándo estarán adecuadas las ciudades y carreteras para poder abastecer a cientos de miles de coches (y camiones) de los puntos de energía necesarios?

¿Cuánta cantidad de energía va a ser necesaria para abastecer a tal cantidad de vehículos, y de donde se va a conseguir el aumento de tal producción de energía necesaria?

Ahora que parece que despertamos de golpe, además de organizar dicha Cumbre Mundial del Clima, Cumbre a la que, por cierto, nuestro Presidente, en funciones, acudió en su inauguración con un flamante coche eléctrico, que utilizó para hacerse la foto…, para luego regresar con el blindado de gasolina, nuestros políticos deberían pensar de la inexcusable necesidad de “ponerse las pilas” y estudiar cómo se forma y ayuda a los miles autónomos de pequeños talleres mecánicos, y se reforma toda una industria auxiliar que actualmente genera miles de puestos de trabajo.


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Estamos en 1950. La guerra hace tiempo que terminó pero las últimas consecuencias de una guerra fratricida todavía llena las cárceles de España. También las de Valencia. La de San Miguel de los Reyes, la Modelo. Miles de ciudadanos se agolpan en el Interior de sus muros a la espera de sentencia. En la mayoría de los casos su única culpa ha sido militar en el bando perdedor o tener algún vecino envidioso. Algunos pronto saldrán, otros deberán cumplir algunos años de privación de su libertad, pero otros solo saldrán dentro de una caja de pino.

Y allí, en la ciudad del Turia comienza esta historia. Son historias de un barrio de manos del hilo conductor de una familia. Muchas familias tendrán también muchas cosas que contar, buenas y malas, grandes, pequeñas, y que pensamos que no deberían perderse porque forman parte de la historia. En el número 90 de esta calle (actualmente 92) vive la familia Oltra.


Pepita, a sus quince años y con cuatro años más, comprendía mucho mejor la situación que se creaba con la muerte de su padre. Desde el comedor sólo llegaba el silencio alterado, de vez en cuando, por los sollozos de Paca, la madrastra de su padre; la única abuela que había conocido por que la madre de su padre había muerto al poco tiempo de nacer este. Pero la «iaia» Paca se había comportado siempre como una verdadera madre con su padre y como una abuela muy cariñosa y buena para ella.

Pepita se levantó y fue al comedor. Su abuela la vio llegar y le abrió los brazos en los que la adolescente se refugió sintiendo cómo le acariciaba sus cabellos mientras la consolaba.

-Plora, plora xiqueta, pobreta meua. Açi tens a la iaia, al iaio, i a tots. Mai estareu a soles filla meua (2)

Un asomo de rabia la hizo abandonar los brazos de la «iaia» y dirigiéndose al balcón, lo abrió y cogiendo la toalla de cuadros rojos tendida, la arrancó de un tirón con rabia y la lanzó al suelo de la sala. Cualquiera, que no estuviera al tanto, nunca podría comprender esa reacción porque, dependiendo de donde estuviera tendida la toalla, era la señal que le indicaba a cualquier «maquis» llegado de las montañas que había peligro, o no, en subir a la casa. Ya no hacía falta, ya no podrían traerle más noticias de su padre ni esperar nada de él.

En la sala había un escritorio debajo del cual tenía su cama, que se limitaba a un colchón en el suelo. En él se refugió encogiendo su cuerpo que ya mostraba todos los encantos de su adolescencia. Allí se tumbó y soñó sin necesidad de dormir.


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