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Una pena de doce años y medio de prisión...

Sí. Esto es lo que se pide de condena para una individua que asesina a su pareja clavándole un cuchillo en el corazón.

“El fallecido registró con la grabadora de su propio móvil sus últimos veinte minutos de vida, los que tardó en agonizar pidiendo socorro, prueba clave para determinar la autoría del asesinato”. (Se publica en un periódico)

«No sabes lo hija de puta que soy. Te voy a matar», se oye perfectamente en la grabación.

El audio del móvil no deja lugar a dudas y delata a esta tipa matando a su novio.

12 años de prisión de le piden. ¡Doce años!, quizás a alguien le parezca un justo castigo por quitar una vida de alguien que lo único que pide a gritos, preso del pánico -se escucha perfectamente en la grabación- es que su pareja acepte que no la quiere y que lo deje marchar. Lo cual, indudablemente, es motivo sobrado y justificado para partirle el corazón –literal- a quien por falta de cariño se lo ha partido a ella.

La noticia viene publicada en todos los periódicos, y el video, con toda su crudeza, se ha visto por televisión. Cierto. Pero aún no oigo, ni veo, a colectivo alguno, de esos que defienden las campañas de violencia de género, salir en tropel a condenar tamaño crimen.

Claro, se trata de un hombre asesinado. Esto no es un asunto calificado como violencia de género, aunque ambos formaban pareja, y por lo tanto no les afecta. Pasadas veinticuatro horas nadie, excepto la familia del asesinado, recordará este crimen ni repartirá lacitos de colores. Tal vez, cuando la sentencia sea firme, se haga eco de la misma algún telediario, pero para entonces será una noticia más de la sobremesa y caerá en el olvido inmediatamente después.

***

A 38 años de prisión. ¡Treinta y ocho!, son condenados cada uno de los tres jóvenes por la agresión sexual a una menor de 16 años.

“Los jueces sí admiten «la disparidad de versiones» de la menor, lo que «ha entrañado para esta Sala una mayor dificultad a la hora de llegar a una conclusión segura sobre la forma en la que ocurrieron los hechos»” (Se publica en el mismo periódico).

Bienvenida sea una sentencia condenatoria para tres imbéciles capaces de agredir sexualmente a una menor. Desde luego que merecen un castigo y no ligero precisamente. Ni siquiera, para exculparles mínimamente, sirve la excusa de que la joven acudiera por propia voluntad al piso en compañía de uno de ellos, habiendo participado y quedado, en varios días previos a la cita, en conversaciones de carácter sexual subidas de tono. Tampoco que sus propias declaraciones respecto de los hechos sean contradictorias. Ellos deberían haber valorado que una menor (de edad), por muy madura que pretenda ser, no tiene, a efectos legales, el grado de madurez para tomar ciertas decisiones.

Ahora bien, 38 años de cárcel para cada uno de ellos parece algo excesivo. Es una pena que termina con la vida de los tres jóvenes. Quizás se trata de una sentencia condenatoria ejemplarizante socialmente en los momentos en que vivimos. Pero creo que la justicia no está para eso, y si la comparamos con el caso del crimen anterior, creo que sale bastante más barato asesinar que violar. Como dice unos de los acusados: -les han pillado de “pardillos”-


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Estamos en 1950. La guerra hace tiempo que terminó pero las últimas consecuencias de una guerra fratricida todavía llena las cárceles de España. También las de Valencia. La de San Miguel de los Reyes, la Modelo. Miles de ciudadanos se agolpan en el Interior de sus muros a la espera de sentencia. En la mayoría de los casos su única culpa ha sido militar en el bando perdedor o tener algún vecino envidioso. Algunos pronto saldrán, otros deberán cumplir algunos años de privación de su libertad, pero otros solo saldrán dentro de una caja de pino.

Y allí, en la ciudad del Turia comienza esta historia. Son historias de un barrio de manos del hilo conductor de una familia. Muchas familias tendrán también muchas cosas que contar, buenas y malas, grandes, pequeñas, y que pensamos que no deberían perderse porque forman parte de la historia. En el número 90 de esta calle (actualmente 92) vive la familia Oltra.


Pepita, a sus quince años y con cuatro años más, comprendía mucho mejor la situación que se creaba con la muerte de su padre. Desde el comedor sólo llegaba el silencio alterado, de vez en cuando, por los sollozos de Paca, la madrastra de su padre; la única abuela que había conocido por que la madre de su padre había muerto al poco tiempo de nacer este. Pero la «iaia» Paca se había comportado siempre como una verdadera madre con su padre y como una abuela muy cariñosa y buena para ella.

Pepita se levantó y fue al comedor. Su abuela la vio llegar y le abrió los brazos en los que la adolescente se refugió sintiendo cómo le acariciaba sus cabellos mientras la consolaba.

-Plora, plora xiqueta, pobreta meua. Açi tens a la iaia, al iaio, i a tots. Mai estareu a soles filla meua (2)

Un asomo de rabia la hizo abandonar los brazos de la «iaia» y dirigiéndose al balcón, lo abrió y cogiendo la toalla de cuadros rojos tendida, la arrancó de un tirón con rabia y la lanzó al suelo de la sala. Cualquiera, que no estuviera al tanto, nunca podría comprender esa reacción porque, dependiendo de donde estuviera tendida la toalla, era la señal que le indicaba a cualquier «maquis» llegado de las montañas que había peligro, o no, en subir a la casa. Ya no hacía falta, ya no podrían traerle más noticias de su padre ni esperar nada de él.

En la sala había un escritorio debajo del cual tenía su cama, que se limitaba a un colchón en el suelo. En él se refugió encogiendo su cuerpo que ya mostraba todos los encantos de su adolescencia. Allí se tumbó y soñó sin necesidad de dormir.


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